miércoles, 14 de noviembre de 2012

Yo sufrí acoso escolar


Hoy toda la prensa habla de la Huelga General y dejan de lado la muerte de Mónica, una niña de 16 años que residía en Torralba de Calatrava (Ciudad Real) víctima del acoso al que la tenían sometida sus compañeros de Instituto.
Nada ni nadie pudo ayudarla. Hablaron de cambiar a Mónica de Instituto cuando sus padres hablaron con los educadores, cambiar a la víctima no a los/as acosadores/as.

Sólo las personas que hemos sufrido acoso escolar podemos saber lo que Mónica sufrió. Yo sufrí acoso escolar por parte de mis compañeros desde los 11 a los 14 años. Día a día ininterrumpidamente sin que nadie me ayudara. Llorando en silencio. Eso te hace ser una tortuga, con el cuerpo muy blandito y una coraza a prueba de bomba. Pero sólo es coraza, dentro el corazón duele.

Mi paso por las dos Escuelas Públicas no fue ni siquiera un buen recuerdo. Creo que tuve los peores maestros que pude encontrar y aunque mi madre a final del curso me hacía darles un regalito, se lo hubiera metido por el culo si hubiera podido.
Cuando yo comencé la etapa escolar en el año 80, las cosas no eran como ahora. La autoridad de los maestros estaba por encima de la de los padres y el respeto era absoluto.
La primera vez que me pegaron una bofetada fue en 1º de EGB (Educación General Básica), de manos de la Señorita María Jesús, que como no pude con mis manos de 6 años escribir el nombre y apellidos de mis padres con caligrafía gótica, se dirigió a mí y me pegó una bofetada que tuve los cinco dedos marcados todo el día en la cara.
A partir de ahí lo único que recuerdo es como me hacía pis en clase porque no nos dejaban ir al baño y aguantaba el pis todo el día encima o como vomitaba porque me obligaban a comer en el comedor, lo que me ha costado tener toda mi vida un pánico atroz a comer en público.
En una ocasión vi como a un niño le obligaban a comer el vómito que había caído en la sopa.
Si cierro los ojos me veo con siete u ocho años tirada en el suelo, boca arriba, con los brazos en cruz mientras todos pasaban y me miraban. Tenía hemorragia nasal a menudo y que me tumbara boca arriba y tragara la sangre, era el mejor método que se les ocurría.

Durante 3º,4º y 5º tuve a la misma maestra, creo que se llamaba Carmen, para mí siempre será la berrugona. Creo que se murió hace poco así que no voy a ser muy dura. Solo decirle que espero que desde donde esté no vea como a sus nietos les tiran del pelo, les dan bofetadas o les tiran de las orejas por contestar erróneamente una pregunta o por ser un niño, porque con ocho o nueve años, eres un niño.
Allí solo trataban bien a los “Hijo De”, esos niños que sólo destacaban por ser hijos de un médico, un concejal, el farmacéutico, el dueño de una librería o de una funeraria.
Aunque los malos tratos por parte de los maestros eran continuos, allí tenía muy buenos amigos que aún conservo.

En 6º curso me cambiaron de colegio. Hicieron uno nuevo más cercano a mi casa y nos llevaron a todos los de mi pueblo allí. En este colegio me encontré de nuevo con la Señorita María Jesús, que ya no pegaba, claro que enfrentarse a chicos y chicas de catorce o dieciséis años como había allí, debía darle reparo. Pegar a niños de seis años es más fácil.
En este colegio ya no pegaban las maestras, sentí alivio. Era un colegio nuevo y tenía que hacer nuevos amigos, recuerdo que afronté todo aquello con alegría. Lamentablemente la alegría me duró muy poco.

Con sólo once años conocí lo que es que te duela el corazón, querer morir. Desear que los días pasaran rápido y sobre todo que nadie se enterara de mi sufrimiento, por vergüenza me callaba y aguantaba. Me avergonzaba de mi, de mis padres, de mi casa, de mi vida y vivía con la cabeza agachada, haciendo la pelota a mis acosadores para que me dejaran en paz, pero fueron tres años de mi vida que nunca podré borrar.

Eran dos chicos de mi clase, ni siquiera eran los más populares, quizá por ello querían ser los simpáticos burlándose sistemáticamente de una chica que solo quería ser una más.
Ellos se burlaban y tenían su coro detrás para reírles las gracias. Aunque los demás no me dijeran nada, sus risas y silencios alentaban más a los acosadores.
Nunca fue maltrato físico, quizás porque nunca me enfrenté a ellos, era acoso psicológico, hostigamiento. Mostraban en cada momento un desprecio hacia mí llevado a casos extremos, me ridiculizaban constantemente, siempre que hablaba, entre clase y clase cuando salía la maestra. Yo siempre me quedaba inmóvil, callada, esperando que se distrajeran en otra cosa pero allí estaban ya, encima, burlándose de uno de mis apellidos por ser un poco raro, pero no más que Rubalcaba, Botella o Bustamante.
Llegué a despreciar a mi familia por darme ese apellido, a día de hoy sigo sin decirlo, avergonzándome, no soporto que nadie lo diga, no le permito ni a mi hijo nombrarlo. A quinientos kilómetros, en una gran ciudad, donde cada uno es de un lugar diferente, yo sigo sintiendo vergüenza cuando dicen mi apellido.

En esa época, muchas de las chicas teníamos esa ligera pelusilla en el bigote que hoy en día ya se depila a edad muy temprana, pero en los ochenta no. Y claro está, yo era la única de la clase a la que se le veía, a las demás que tenían bastante más que yo no se les veía, sólo se me veía a mí, yo era la bigotuda, me decían que si mi padre no tenía guadaña para segármelo, que si era un chico, que si tenía el bigote así, a saber cómo tenía lo otro.
Hoy en día me paso el día viendo si tengo algún pelo. Un día a la semana sea la época del año que sea me depilo. Me gustaría poder vivir sin esa obsesión pero no puedo.
Mientras me decían eso, las que tenían tanto o más que yo se dedicaban a reírse. Qué malas personas, con todas las palabras malas personas. Porque nunca debieron permitir que sus amigos me trataran así. Éramos todas una niñas y no sentían ningún tipo de empatía hacía mí.

Me pasaba el día intentado agradar. Si hacía falta pegamento, ahí estaba el mío, si alguien necesitaba un bolígrafo, ahí estaba yo para darle el mejor que tenía. Siempre buscando agradar. Y luego, no me lo devolvían, o me lo devolvían gastado y me lo tiraban como si de un perro se tratara.
Mis padres no tenían mucho dinero y yo era consciente de los sacrificios que hacían para que yo tuviera todo el material escolar que pedían en el colegio, y para mí, esos gestos de mis compañeros eran muy dolorosos.

No soportaba cuando llegaba una maestra y decía que había que hacer un trabajo en grupo. Era sentarme a escuchar el “tu no”. Y allí, aislada, viendo como yo podría ayudar para hacer las cosas mejor, pero mi participación era nula. Si tenía suerte me decían que lo hiciera yo, pero yo SOLA. Mientras ellos me miraban a ver si veían algún piojo correr por mi cabeza. Porque claro, una persona como yo tenía piojos, pulgas y de todos los bichos que puedan existir. ¿Había algo bueno en mí?.
Nunca en mi vida fui sucia al colegio, mi madre nunca lo hubiera permitido. Pero ellos me habían convertido en una pordiosera. Y me miraba en el espejo y me veía una pordiosera. ¿Cómo podría yo algún día gustar a alguien siendo así?.

Estaba consumida en vida. Mi debilidad ante estos dos miserables y sus esbirros hacía que fuera cada vez más recelosa y más solitaria. Para qué voy a dejarme ver si al final descubrirán mis piojos, mi bigote y mi asqueroso apellido.

Si ahora, adulta, con mucha vida a las espaldas, con dos hijos y lejos de aquel entorno, hago un repaso de mis dos acosadores pienso que no eran más que dos infelices, dos miserables como he dicho antes con un complejo de inferioridad enorme. Pero claro, eso lo veo ahora.

Uno de ellos, Gonzalo, hijo de madre soltera. Con lo que era eso en la época. Una mujer de la que se decía que presuntamente mantenía una relación sentimental con su jefe, un hombre casado pero que no era el padre de su hijo. Un chico gordo, con la cara roja como un tomate y la boca que parecía el culo de una gallina. Era el vivo retrato del que decían era su presunto padre. Un secreto a voces.
Un chico consentido, malcriado, que tenía todo lo que pedía.
El otro, Rafael, hijo de una familia humilde con un mote que conocían todos en el municipio, con varios hermanos todos sin estudios, mayor que el resto de compañeros porque repetía curso sistemáticamente, con los dientes comidos por la caries y gafas de culo botella.
Un chico mayor que el resto de alumnos, maleducado de cuna y con esos dientes podridos que aún recuerdo riéndose de mí como si de una pesadilla se tratara.
Esos eran mis acosadores.

Por esas casualidades de la vida, años después, mi familia emparentó con la familia de éste último. Mi prima, con el mismo apellido que yo, acabó casándose con un primo suyo. Yo no asistí a esa boda, habían pasado varios años pero no quería encontrarme con él. Espero que su familia no se haya llenado de piojos y pulgas después de emparentar con la mía.

Salvo con mi marido y el que antaño fue un gran amigo, no he hablado de este tema con nadie. Es la primera vez que lo hago público y ni siquiera puedo decir los nombres de los colegios porque no quiero volver a hablar de ello. Los que me conocen lo sabrán.
No fui la única que sufrió por parte de esos dos bichos, había más chicas maltratadas psicológicamente. Pero eso les toca decirlo a ellas, si quieren decirlo algún día.

Si la comunidad educativa veía lo que estaba pasando no lo sé. Si lo veía y lo ignoraban muy mal. Yo nunca dije nada, más por vergüenza que por miedo. Si pudiera volver atrás hubiera hablado con mis padres porque ese sufrimiento ha afectado a toda mi vida.

Hoy en día, veo fotografías donde aparecen mis excompañeros y veo mi vida y está a años luz de la de ellos. No tenemos nada que ver, ni en el medio cultural, social ni profesional. Físicamente aparentan diez años más que yo. Ahora podría ser yo quien hiciera leña del árbol caído pero yo no soy así. Simplemente si les veo, los ignoro, a ellos y a ellas.
No forman parte de mi vida. Pero el daño está ahí, me lo han hecho y lo llevo conmigo el resto de mi vida. Mis miedos, mis vergüenzas, mi desconfianza, mis inseguridades y la pena de haber perdido una parte de mi vida muy bonita llorando y sintiendo como duele el corazón por culpa de dos desalmados.

Llegó el Instituto y se quedaron atrás, todos ellos. Luego la Universidad, y se quedaron más atrás todavía.

Allí donde estéis, espero que a vuestros hijos, nietos, niños a los que amáis, nunca les infrinjan el dolor de corazón que vosotros me habéis hecho pasar a mí. Que nunca os hice nada, simplemente respirar en la misma aula que vosotros.